Una anécdota sobre el 20 de diciembre

Una anécdota sobre el 20 de diciembre

Enrique Pesántez J.
pesantez@gmail.com

Fue un miércoles de 1989, día de la Fiesta de Navidad de Iberia en la Sociedad Española de Beneficencia, actividad que siempre tuvo una buena asistencia. En esta ocasión, no fue la excepción, a pesar de que el ambiente político estaba en una situación delicada. El gobierno del General Noriega estaba en un plan de guerra con los Estados Unidos, ya que en un cruce de disparos, un militar estadounidense falleció, lo que puso en alerta roja al ejército de los Estados Unidos.

Ya en plena actividad, llega esta amiga que venía comentando que tenía un pariente en el ejército. Este pariente la llamó por teléfono para advertirle que llegara temprano a su casa. Aún no manejaba la información completa, pero se preveía el inicio de la invasión a Panamá. Por este motivo, ella siempre estuvo pendiente del reloj, ya que su casa estaba en La Chorrera.

Llegó la hora de irse, la actividad en la Sociedad Española estaba en su apogeo, con el dolor en el alma se levantó y se despidió del grupo; abordó su auto y se dirigió hacia la carretera Panamericana para cruzar el Puente de las Américas. La vía estaba totalmente despejada, apenas había vehículos. Cruzó el puente, que se veía desolado. Más tarde, llegó a pensar que su carro fue el último en cruzarlo.

Mientras ella iba rumbo a su residencia, yo decidí abandonar la fiesta navideña, quizás por precaución. Llegué a Villa de las Fuentes, donde residía en esos momentos. Me tomé un par de tragos y sentí que me venía un sueño perfecto, así que llegué rápido; me puse mi pijama y me acosté enseguida. Debió haberme dormido por unos 10 minutos cuando de pronto mi esposa me despertó diciéndome que se sentían explosiones, parecían fuegos artificiales.

Nos levantamos de la cama y nos asomamos al balcón. Solo se veía en el infinito luces y humo. Enseguida me vino a la mente lo que nos dijo mi amiga: «Es la invasión», lo grité. Desperté a los niños para que estuviéramos todos en alerta de lo que sucedía. Puse la televisión y las noticias ya mencionaban los ataques de la aviación estadounidense.

En la calle ya había residentes del área, algunos con revólveres y pistolas. La única arma que tenía era un machete que siempre cargo en mi camioneta. La gente empezó a organizarse, se formaron pequeñas brigadas bloqueando nuestra vía de acceso. Nadie durmió esa noche, todos pendientes de las últimas noticias. Corrían versiones de que los batalloneros estaban asaltando residencias, lo que incrementaba las preocupaciones.

Vino un amigo que me prestaba su Magnum. Solo con el peso del arma me dije: «Esto es demasiado para mí». Le dije que no tenía experiencia en el manejo de este tipo de arma y se la devolví. Al rato llegó otro vecino conocido y me ofreció un revólver .22 que parecía un juguete al lado del anterior. Se lo agradecí y lo metí en mi bolsillo.

Esa mañana fue muy alarmante para todos. Veíamos pasar, por la calle donde estaba la panadería Momi, los pick-ups con batalloneros, todos armados con AK47. A menudo se escuchaban disparos, pero no sabíamos contra quién. En la tarde nos enteramos de que eran residentes armados que repelían la entrada a los barrios de los batalloneros.

Una anécdota que nunca se me olvidará: un grupo de nosotros dispuso mover un jeep que estaba medio quemado. Pretendían colocarlo en la entrada principal de nuestro barrio como barricada. Vi que todos se pegaron al vehículo para empujarlo hacia la entrada.

Estaba cerca, éramos como 10 personas pegadas como hormigas moviendo el jeep. Yo me dije: «Debe haber alguien vigilando. Si nos agarran los batalloneros, de seguro se producirá una balacera y ellos llevarían la ventaja por la clase de armas que cargan».

Decidí ser el vigilante y me aposté detrás de una columna de la edificación que estaba frente a la calle nuestra. De pronto grité: «¡Escóndanse, vienen los batalloneros!» Justo venía un pick-up cargado de hombres armados.

Apenas vi que el vehículo venía enfilado hacia donde nos encontrábamos, salí corriendo pasando frente a la panadería Momi, subí una larga loma como si fuera terreno plano. El miedo me embargó. ¿Qué podría defenderme con un revólver .22?

Esto no es para mí. Regresé a donde estaba el grupo una media hora después. Gracias a Dios no ocurrió nada. Pasaron a toda velocidad de largo; no sé qué hubiera pasado si hubiese ocurrido una balacera.

Pasaron un par de días. Sentí que tenía que ir a mi oficina, que estaba localizada en la Avenida Samuel Lewis. Lo pensé varias veces y decidí salir de la casa con la idea de sacar algunos documentos importantes y reservaciones con la máquina de escribir y el fax. Salí de la oficina con todo en la mano. Me dije: «Si pasan los batalloneros y me ven, pensarán que estoy saqueando esa oficina y me caerían encima para robarme». Me monté en el vehículo y salí raudo y veloz de regreso a casa. Gracias a Dios no pasó nada malo; más fue el susto. Definitivamente, soy un hombre de paz.

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